Sobre el anhelo de encontrar fantasmas.

 

La aparición de fantasmas es un hecho recurrente en la cultura popular que a pesar de sus numerosas representaciones en imágenes, relatos, testimonios o películas no llega a agotarse. Ni siquiera la desmitificación y el desprecio que el positivismo ha desplegado entorno a lo irracional y la imaginación ha conseguido mermar la atracción que las personas sienten de manera espontánea por ese escalofrío que nos recorre cuando intuimos unos pasos tras nosotros. Cotidianamente se siguen reproduciendo anécdotas sobre apariciones espectrales, imágenes de fantasmas “caseros” o testimonios que aseguran haber escuchado el rumor de una voz que se comunicaba desde el más allá. Desde pequeños nos embelesábamos y aterrorizábamos cada vez que se describía uno de estos encuentros y poco importaba que se vislumbrara lo inverosímil del relato, pues el miedo nos acompañaba toda la noche. A partir de entonces sabemos que quien es tocado por una de estas experiencias fantasmales disfruta de la posibilidad de insertarse en un mito cuya potencia sigue activa. Y por eso cada uno de nosotros anhela en su interior ese fatídico encuentro que nos arrastraría hacia una sublime pesadilla.

 

En este sentido, resulta fascinante cómo la tradición fantasmagórica disfruta de una vitalidad inagotable a partir de una creación y difusión descentralizada y caótica. Para colmo, con internet se ha conseguido reproducir y compartir estas imágenes con una intensidad que atrae a numerosas personas. En principio, este auge de lo irracional no resulta demasiado inquietante, pues se supone que quienes sostienen el mito del fantasma son meridianamente conscientes de la falsedad de los montajes. Sin embargo la fascinación por los fantasmas no se cierra simplemente con una serie de casos aislados acaecidos a otros, sino que en cierta manera todos seguimos atrapados en ese bucle perturbador e insensato. En algún momento aceptamos colocar la racionalidad en suspenso, romper con el sentido común anhelando la sacudida de una experiencia que resulta trascendental y única.

 

La fuerza que poseen estos relatos de miedo surge de la paradójica forma de existencia de los espectros: no existen, pero se cree en ellos. Dicho de otro modo, una y otra vez queda irresuelto el razonamiento lógico y se sigue alimentando una flagrante contradicción: todas sus representaciones son falsas, pero los fantasmas siguen apareciendo. La extraña voluntad humana mantiene un juego ontológico del que no se es consciente en todo momento, es decir, la racionalidad y la imaginación oscilan el tiempo suficiente como para permitir la irrefrenable aparición del pánico cuando se avista una sombra al otro lado del cristal. Por eso, cualquier programa de televisión que trate de darle una pátina de autenticidad a estos encuentros acaba por ser un ridículo y aburrido acto de desmitificación. Gracias a la ambigüedad de estas experiencias, los espíritus se convierten en una figura que desgarra la lógica de lo racional, que hace dudar de lo que es real o no, de aquello que resulta lógico y legítimo pensar dentro de ese supuesto positivismo que representa la cultura occidental. Desde luego, a ninguna persona que no quiera ser tomada por loca o charlatán se le ocurre reivindicar la existencia de los fantasmas, a no ser como ejemplo para explicar a la perturbada psique humana que recurre a este tipo de excrecencias espirituales como modo de dar sentido a su caótica existencia.

 

Pero con los asuntos de fantasmas tampoco se bromea, pobre de aquel que tome a risa los espíritus, pues sufrirá la ira de estos con mayor saña. No hay que olvidar que el escéptico, que trata de ridiculizar a quien relata su encuentro con seres del más allá, cumple un papel imprescindible en todo relato de terror, pues ha de contemplar antes que cualquier otro los horrores que se ciernen sobre ellos, pero además, quien ríe en muchas de estas ocasiones ni siquiera es capaz de dejar de sentir miedo. Porque precisamente, el hueco en las posibilidades que provoca este escepticismo humorístico es el mismo que aprovecha el espectro para hacer imaginable su existencia. Por eso, invocar espíritus no es un acto alegre, y construir fantasmas tampoco. Dice la cultura popular que quien se atreve a alterar fuerzas que no controla trayendo a la realidad almas dolientes ha de estar dispuesto a aceptar las consecuencias y pagar el precio que se le exija.

 

 

Nadie que esté en sus cabales considera que encontrarse con un fantasma sea una experiencia precisamente deseable, simboliza en principio a lo puramente enajenante, pues se alimenta de la locura que provoca su presencia. Arranca al solitario incauto de los cauces coherentes de la realidad atacándole en la oscuridad mientras los sentidos se encuentran aturdidos. De este modo, el alma en pena consigue abrir una grieta en el mundo por la que se escapa la razón. Y, sin embargo, parece absolutamente lógica su aparición en los lugares desocupados e inhóspitos, es ahí donde el alma en pena surge como el excedente de una energía o un dolor infinitos para vagar impenitente y sembrando el terror en el mundo. Porque el sufrimiento deja determinados lugares cargados de tristeza, ya sea una casa, una fábrica o una estación abandonadas que parecen retener algo de la vida que presenciaron. El fantasma no emana de la luminosidad del cielo al modo de los ángeles y vírgenes para repartir amor entre los vivos, sino de las paredes y la tierra que exudan restos humanos cargados de ira y que arrastran a los vivos entre los muertos.

 

El mito del fantasma posee tal potencialidad que aunque se dude de ellos, estos se aparecen constantemente a los ingenuos humanos y se presentan con la enervante exactitud onírica, tal y como comentaba en su momento Schopenhauer. Al igual que una pesadilla especialmente perturbadora, una sencilla fotografía trucada es capaz en un primer vistazo de impresionar los sentidos con la certeza de la percepción. Y la simple posibilidad de su presencia puede volcar el estómago de puro terror. Los fantasmas son incontrolables para quien se topa con ellos, a la vez que resulta completamente imposible fijar la vista en ninguno de sus detalles. Su experiencia no se deja apresar y va difuminándose hasta convertirse en un tibio borrón de aquel vértigo que empujaba a la locura, pero consiguiendo configurar un recuerdo lo suficientemente inquietante como para ser relatado con deleite en una fría noche de tormenta.

 

El gran auge del espiritismo se desarrolla durante el siglo XIX y se produce acompañado de una autoconciencia clara sobre los orígenes de este anhelo por el contacto con las almas errantes. La secularización de la sociedad, la ausencia de experiencias de lo numinoso y el énfasis positivista llevó a gran parte de la población a la búsqueda del más pequeño rastro de aquello inasible y propiamente humano que pervive más allá de la muerte. La añoranza de los seres queridos y la necesidad de saldar cuentas con el alma para que esta repose en paz movía a las sesiones agotadoras de búsqueda de contactos con la amada o con el hijo arrebatado. En el imaginario popular, espiritistas y médiums devienen figuras trasgresoras del orden positivista, investidas de poderes incomprensibles para ellos mismos, pero que les empujan a tensar constantemente el arco de lo imposible, lo intuido y lo deseado.

 

Frente a la catastrófica transformación de las ciudades durante la revolución industrial, la aparición fantasmal exige el silencio, la oscuridad y la soledad. Las ciudades crecían imparables, se llenaban de ruidos, suciedad y gente. La noche que había sido el coto impenetrable de ánimas y brujas se habitó rápidamente de ociosos deambulando por iluminadas calles. Hoy, que se han abigarrado todos estos rasgos, el alma en pena que deambula a nuestro alrededor y cuya mirada sentimos sobre nosotros, solo puede mostrarse en los lugares y momentos de tránsito de este mundo catastrófico, justo en ese instante en el que estamos segregados del flujo constante de estímulos que embota nuestros sentidos. De repente avistamos algo por el rabillo del ojo, un algo que se muestra en escorzo, difuminado, confuso pero cuya mirada es ineludible y nos empuja violentamente a la experiencia del puro miedo, ese frio que incendia las entrañas en un solo parpadeo. El fantasma habita entre las sombras de las cortinas, nos espera tras las puertas, se esconde entre las ramas de un árbol o se descubre en una vieja fotografía. Ese espíritu perdido en un mundo ajeno busca los intersticios de lo fenoménico para despertar a la presencia, llamando débilmente la atención de alguien capaz de interpretar sus huellas escurridizas y casi tímidas. Busca entonces un contacto con lo absolutamente ajeno en que se han convertido los vivos para encontrar el descanso eterno.

 

Pero lo que realmente produce terror es que de no hallar esos espacios deshabitados, esta alma en pena sería capaz de forzarlos y aparecerse a voluntad. Por eso ante la sospecha de su presencia, giramos automáticamente nuestra mirada hacia el cristal en el que entrevemos un rostro y el mundo se paraliza hasta poder oír nuestra súplica interior de misericordia. Jamás se está a salvo, pues ya no se trata de un simple encuentro, sino de una aparición que posa deliberadamente su insidiosa mirada sobre nosotros. Junto con la desaparición de los decimonónicos espiritistas y médiums, de ectoplasmas y mensajes consoladores del más allá, se desvanecen también esos fantasmas sufrientes que buscaban saldar cuentas pendientes con los vivos. Ahora es el tiempo del castigo y el fantasma nos maldice extendiendo su dolor en un mundo que pretende olvidarle.

 

La aparición fantasmal ha dejado de ser una triste dama o un lloroso niño que evoca ese arquetipo de la amante, de la madre o de la inocencia perdida en una reinvención de lo santo. Es cierto que el relato sigue protagonizado por una mujer de aspecto pálido y extenuado, pero su feminidad ya no es dulce y conciliadora, sino que su materialización será un conglomerado lúgubre e insano. Cuando la realidad es absolutamente inhabitable y cada cual arrastra la culpa de crímenes ignotos, hay espíritus que luchan por encarnarse para sembrar la destrucción. Estos fantasmas han de acabar con quienes prolongamos una existencia insustancial y vacía, amputar los miembros putrefactos (si el ser humano no se entendiera de esta forma, la iconografía zombi no tendría tanto éxito) y por eso su presencia es nuestra condena. Una vez se topa con un fantasma, se tiene la certeza del fin, ya sea por caer fulminado del mismo pánico, ya sea por morir de la manera más atroz imaginable, en cualquier caso el infeliz humano se convertirá en un triste guiñapo que no dejará rastro.

 

El fantasma transita entre lo visible y lo invisible, pero impresiona con la certeza de lo absolutamente vívido. Su impresión es la del pánico que provoca la mera sospecha de su presencia y para ello no necesitamos de su existencia real. La imaginación va dándole forma a ese detritus que absorbe toda nuestra angustia. Una vez que estamos ante su aparición, el miedo eclosiona y, sin embargo, igual que sucede cuando se siente vértigo, al espíritu fantasmal no se le puede dejar de mirar. Atraídos los ojos como la polilla a la luz, la víctima se deja arrastrar por la seducción de un horror infinito, un dolor sublime que hace volar la vida por los aires. En esa mirada abisal el alma errante se manifiesta como algo monstruoso, aquello que echa abajo los márgenes de lo concebible y se erige indestructible y eterno. La aparición trae consigo una certeza, en el momento en que todos los seres humanos hayan sido exterminados, la tierra se poblará de fantasmas que deambularán entre ruinas infectas.

 

 

La sospecha de encontrarnos en presencia de un fantasma resulta absolutamente aterradora, porque supone el tránsito a la locura, el descenso al infierno en vida y la imposibilidad de una vuelta atrás. Es el momento en que se abre el ámbito de lo irracional y el ser humano se disuelve en lo indistinto. Irrumpe con esta aparición lo salvaje con una fuerza incontrolable, pero no exenta de atracción, pues el alma en pena encarna de manera pura la pulsión de muerte que se esconde bajo la piel de cada ser humano. Por eso ha de tomar forma humana, para engañar a través del falso reconocimiento de algo común. Pero el espectro no es más que aquello que sobra de una persona, una gélida y huesuda huella de lo que un día fue un cuerpo. Los miembros desencajados y sudorosos de la criatura se acercan para rozar a la víctima y su feminidad se torna impostura en un andar vacilante. Su falso ser habita en los márgenes hasta hacerse insoportable, pero es capaz de pervivir en lo inhóspito, en un espacio negativo como es el de la no vida, distinta de la pacífica muerte.

 

El simulacro de mujer que se muestra en la aparición fantasmal puede fingirse absolutamente deseable, dócil e indefensa como una muñeca de Bellmer abandonada en el bosque. Apoyada contra la pared, cubierta con una sencilla tela bajo la que se adivinan las formas, el fantasma muestra una vulnerabilidad inquietante hasta parecer una sencilla fantasía erótica. Pero inmediatamente la falsedad de su inocencia se trasluce en una mirada consciente que pasa a colocarnos en una relación de subordinación, ahora queda en evidencia la premeditación de un fantasma insurrecto e indómito que nos ha convertido en presa. De este modo su rol se invierte y se transforma en excrecencia castigadora de un deseo culpable, produciéndose así el tránsito de víctima a amo. Una vez seducida la mirada, la verdadera señora se yergue para esclavizar y someter a quien encuentra, enredándole en la ilógica de la crueldad. El fantasma se entrona como dueño la situación, impone su presencia y con ella esclaviza al observador para quien ha transfigurado no sólo un entorno proclive en el imaginario humano, como es una casa en ruinas a media noche, sino, incluso el pasillo de un supermercado en pleno mediodía. Es la manifestación de una voluntad pura sin corazón.

 

Igual que tememos mirarnos al espejo a medianoche, el fantasma nos aterroriza con la imagen de nuestra propia muerte, pues su rostro es en realidad el nuestro. Quien teme la aparición de fantasmas busca mezclarse entre la gente y el ruido, porque le angustia la soledad y tener que enfrentarse a sí mismo, pero no sólo es miedo a realizar un mero ejercicio íntimo de introspección, sino a tener que resistir la presencia de su propio doble. El fantasma representa ante la víctima el espectáculo repulsivo de sus amaneramientos e imposturas (eso que nos repugna cuando vemos un video en el que aparecemos) a la par que le reta a soportar la visión de la propia crueldad, pues todos los oscuros pensamientos que alberga cada ser humano se están volviendo al fin contra él mismo. A solas, aquel que se encuentra con la odiosa criatura se convierte en su juguete, pues se ha hecho ama de nuestra mísera existencia. Y para lograr esto, el fantasma lo único que ha hecho es mostrar nuestra propia imagen invertida, un agujero, un vacío, una fuga vertiginosa del yo que nos desposee hasta lo más profundo. El fantasma se vuelve así en deseo de muerte, encarnación del dolor y así el encuentro con él es la ocasión para el autocastigo.

 

 

La fuerza del mito del fantasma asegura que su posible fin solo puede ser uno, no hay más salida imaginable que la muerte. Nadie puede redimirse o purificarse lo suficiente como para no merecer la propia desaparición. Pero cuando nuestra mirada se cruce con la suya todo eso ya no tendrá importancia. En este sentido, el espíritu errante tiene mucho del Dios del Antiguo Testamento, esa figura colosal y vengativa, que nos vigila y que está presta a castigarnos de manera desproporcionada pues ha visto a través de nosotros. El deseo de encontrar un fantasma, la constante invocación de espíritus en la cultura popular no sería más que el monstruoso deseo de enfrentarnos a la propia muerte. Pero en todo caso, este enfrentamiento ya no se vive como la oportunidad para desarrollar una reflexión que nos reconcilie con nuestra finitud, sino como la experiencia abismática de enfrentarnos con el amo ante quien somos absolutamente transparentes. Con este duelo, el fantasma acaba por manifestar con su presencia un goce imposible, un deseo absolutamente irrepresentable y excedente. Ese fantasma descubre ese placer oculto que despierta y lo usa, pues el amo no permite rebeliones.

 

Crear un fantasma, tal y como nos atrevimos a hacer nosotros, es precisamente un acto de rebeldía contra ese poder numinoso e incontrolable, un exorcismo particular del miedo. Sin embargo, no es un acto que permita una clausura terapéutica convirtiendo a su hacedor en un positivista acérrimo (un sujeto de estas características jamás perdería el tiempo en semejantes absurdos), sino que se realiza con la sospecha de estar efectuando una provocación al trasgredir un ámbito vedado, un ámbito que ya no es humano. Aunque el fantasma sea entendido como un doble, un reflejo de nuestro yo desnudo, crear su imagen y colocarla en lo real sigue siendo una forma de poner en marcha algo cuyas consecuencias son incontrolables. Elegir la tela que cubrirá sus miembros, colocar las delicadas manos o crear un rostro desfigurado y sufriente acaba por resultar bello e inquietante. El proceso emula el modo en el que un mero trozo de madera carcomida con un rostro es convertido por ropajes y adornos en la imagen aurática de una virgen. Pero mientras la virgen está bendecida y su modesta materialidad se enriquece con oropeles que centran la mirada, el fantasma se sostiene esencialmente en la fragilidad de su aspecto, su aura se desprende de la liviandad que raya con la trasparencia, de aquello que se entrevé tras un velo, de un rostro que se intuye. El poder de su aparición sigue radicando en el orden del sueño y lo imaginario, pues esta fuerza no se desprende de lo que realmente se ve, sino de aquello que se cree y se anhela ver.

 

Por otro lado, y recuperando la idea con la que comenzaba esta reflexión, se trata de crear un mito e incardinarse en él. Se genera una representación de algo que no existe, pero que sea lo suficientemente creíble como para parecer real y que pueda engañar a quien lo encuentre y fascinar a quien lo realiza hasta el punto de sentir que se eriza el cabello y que la mirada nos es devuelta. Nos encontramos siempre en el orden de la representación, de los montajes, de las sombras, la fragilidad de la imagen brumosa que evoca y confunde. Poco importa que el montaje haya sido descubierto, pues la fe ya está sustentada, la vivencia ya ha tenido lugar y la sospecha ya se ha sembrado. Evidentemente, confeccionar un fantasma es una insurrección consciente frente a la racionalidad positivista que trata de reducir el mundo al ámbito de lo cuantificable, un juego que desmonta igualmente el vano intento de algunos “científicos” por medir el aura de las plantas o los ectoplasmas que el dolor de una familia depositó entre cuatro paredes. Se trata de poner en marcha el imaginario y los deseos, enfrentarse a un anhelo demencial y absurdo, tensar lo posible y ofrecerlo a la realidad.

 


Fotografías de Antonio Ramírez

Artículo publicado en Salamandra, nº 21-22 en 2015, pp. 220-226.