Entre la pornografía y el erotismo

 

          Desde finales de los años ’70, momento en el que se consolida la industria pornográfica como una de las formas más rentables de entretenimiento, se establece una separación nítida entre el concepto de pornografía y erotismo ligada a una clara valoración estética con connotaciones morales. Hacía poco que el erotismo había sido aceptado como una dedicación puramente humana (separada de la brutalidad de la pulsión animal), capaz de añadir un plus de goce a la actividad sexual. Y a esto se había unido un proceso explícito de liberación sexual que no había afectado únicamente a los más jóvenes, sino que se generalizaba de manera creciente. Frente a todo este cambio en las costumbres sexuales, la pornografía consiguió una censura mayoritaria por parte de los intelectuales del momento. No hay más que remitirse a Susan Sontag en Sobre la fotografía (1975), Roland Barthes en La cámara lúcida (1980) o a Jean Baudrillard en De la seducción (1986) para ver cómo todos ellos contraponen la imagen erótica a la obscenidad de la pornografía.

 

 

          Sin embargo, a día de hoy, intentando establecer una línea que separe con nitidez ambos productos culturales, ésta resulta bastante más ambigua de lo que en un inicio parece. En principio, se podría decir que la actitud fundacional de la pornografía es la búsqueda de una imagen de contenido sexual explícito. Al tomar distancia de los cuerpos para captar dicha imagen, el acto sexual en sí se descontextualiza, se convierte en algo impersonal y de ahí surge la obscenidad. La reunión de estos rasgos en una imagen, sea una fotografía o un vídeo, conseguiría la excitación del observador y le conduciría a la masturbación. Visto de esta forma, la diferencia entre la propia pornografía y la imagen erótica es ínfima, como mucho podría decirse que el erotismo es menos obsceno, menos explícito o más turbio. Pero en cualquier caso, la finalidad de ambas imágenes es la misma: excitar sexualmente en ausencia o como complemento de un contacto físico.

 

 

           Es cierto que podemos apelar a un contraste más obvio, pues la imagen debe poner en marcha una respuesta sexual a distancia, mientras el contacto erótico con otra persona elimina la separación a través de las caricias con las que se consigue encarnar el cuerpo del otro. Pero este rasgo sería compartido por la imagen erótica y la pornografía centrándose en el efecto que produce la mirada en la producción del deseo libidinoso. En efecto, en la misma relación sexual, la mirada de quien nos desea se encuentra siempre al límite de convertirnos en objeto (tal y como la mujer se comprende tradicionalmente a sí misma y se comporta con respecto al hombre) de ahí la imposibilidad de mantener durante mucho tiempo esa tensión visual. La mirada coloca al observador en una posición de superioridad narcisista que se deshace en el momento en que entran en juego el resto de los sentidos creando una cacofonía sinestésica en la que es imposible el alejamiento de los cuerpos. Esa separación es, pues, el origen de una primera violencia que ya hemos analizado en otro trabajo y que se fundamenta en el ejercicio de cosificación que la mirada establece con respecto al otro. En cualquier caso, el régimen visual en el que nos encontramos generaliza y legitima esta dinámica hasta ser asumida de manera natural por el espectador.

 

 

          De esta forma, podríamos ir un paso más allá para decir que la imagen pornográfica es una provocación erótica. Pues al hecho de mostrar un cuerpo para deleite del espectador se suma la intimidad y la obscenidad en la que esas personas se exponen hasta convertirse en mero instrumento para la masturbación. Es la normalización de las perversiones del voyeurismo y el exhibicionismo, aumentando la agresividad que se encuentra presente en la relación sexual. Las personas que se exhiben en la imagen son reducidas a sus cuerpos, que en lugar de enlazarse y permitir el contacto que se produce en cualquier situación de intimidad amorosa, se arquean y se separan para dar una mejor visibilidad de las penetraciones. La iluminación debe ser nítida, la imagen estable, el contexto insignificante y las capacidades dramáticas de los intérpretes irrelevantes. Tal y como está descrita esa imagen obscena y fría, ésta no debería ser excitante, pero lo es para una inmensa porción de la población mundial. De facto, el porno se ha convertido en una fantasía erótica explícita que se ha asentado en el imaginario y la práctica sexual de la cultura occidental. Por tanto, la reflexión sobre este fenómeno no puede ser despachada con rapidez y los acercamientos deben ser múltiples.

 

 

         Entre otras cosas, no se debe interpretar a la obscenidad como equivalente a la pornografía, pues ésta puede tanto entroncar con el ritual de la seducción como convertirse en mera exhibición grotesca. Jean Baudrillard reconoce una “obscenidad como ornamento seductor y, en consecuencia, como alusión “indefinible” al deseo, la obscenidad demasiado brutal para ser verdad, demasiado descortés para ser deshonesta –la obscenidad como desafío, y de nuevo como seducción[1]”. Baudrillard habla en este caso de esa obscenidad “tradicional” que se encuentra presente en cada una de las manifestaciones culturales del erotismo desde la prehistoria hasta hoy y que aún tiene la capacidad de entroncar con la transgresión de la ley, con la perversidad, que “Juega con la represión, con una violencia fantasmática propia[2]”. Es decir, la obscenidad se usa como provocación de la fantasía erótica, como promesa de un goce que probablemente sea inalcanzable, pero que proyecta el deseo, que excita. Vista la obscenidad de este modo y volviendo a la pornografía, lo que teóricamente le faltaría a esta última para ser realmente (o aún más) excitante sería una separación del primer plano genital, la posibilidad de un fuera de campo excedente que permitiera el juego de la imaginación, la generación de una trama o escena que dotara de sentido al contacto sexual. En definitiva la gestación de una creación pornográfica en la que se encuentre claramente presente una subjetividad deseante y no sólo gozosa. Y lo cierto es que gran parte de la producción pornográfica se mantiene dentro de unos estándares que exploran la sexualidad normalizada y/o las perversiones, pero que en muchas ocasiones se encuentra limitada en la exploración del imaginario erótico. De modo que la inmensa mayoría de las escenas acaban resultando repetitivas. Aunque esto no le resta efectividad al producto. El mismo hecho de la repetición de los pasos, de las combinaciones de los cuerpos y de los orgasmos acaba por imprimir un cierto ritmo que le permite acercarse a la escenificación de un rito. Y como cualquier rito, puede que éste haya perdido gran parte de su sentido, pero sigue teniendo una aceptación masiva.

 

 

         Quizás la diferencia entre la producción pornográfica y la erótica es que el espectador del porno no se siente seducido o tentado, sino provocado a través de la vista, empujado a la lubricidad por una imagen que le reclama. Volviendo al pensamiento de Baudrillard, para él la provocación, “al contrario que la seducción que permite a las cosas jugar y aparecer en el secreto, el duelo y la ambigüedad, no nos deja libres de ser, nos obliga a revelarnos tal como somos[3]”. Es decir, la excitación ante la película pornográfica no es elegida, sino que es incitada violentamente por la obscenidad y no hay posibilidad de oposición. El espectador que se encuentra ante la pornografía se siente intimidado por ese exceso de realidad y trata de estar a la altura. Por eso Paul B. Preciado indica lo siguiente sobre la pornografía: “Lo que caracteriza a la imagen pornográfica es su capacidad de estimular, con independencia de la voluntad del espectador, los mecanismos bioquímicos y musculares que rigen la producción de placer[4]”. En consecuencia, la dinámica de excitación de la imagen porno se encuentra más cerca de la intimidación y la violación que de la seducción. De ahí que en la actualidad no sólo se puedan buscar y encontrar de manera sumamente sencilla en internet cualquier contenido sexual, sino que se introduce sin permiso en nuestros ordenadores y teléfonos móviles a través de las redes sociales o las webs. Los cuerpos desnudos se muestran impúdicamente hasta saturar la pantalla con su veracidad. Es decir, el auténtico ejercicio de voluntad no es el de desear y buscar esa manifestación obscena, sino que se produce justo en la situación contraria, cuando no se desea consumir. En ese caso, el espectador debe tomar distancia para poder rechazarla, cerrando las páginas y eliminando imágenes.

 

 

         El mecanismo de la provocación pornográfica se pone en marcha a partir de la aparición de imágenes obscenas que irrumpen en la cotidianidad, lo cual supone un ejercicio de transgresión del comportamiento sexual normalizado o restringido a un momento determinado (sea en compañía o en solitario). Algo que constituye una absoluta innovación en nuestra época y que va unido a la omnipresencia de la industria del entretenimiento a través de nuestros dispositivos electrónicos. El porno siempre está a la mano, igual que el divertimento y el goce también deben estarlo. Son las consecuencias directas de encontrarnos en una sociedad hedonista, con gran parte de la población desempleada o con un tiempo de ocio que debe ser reconducido a través de las estrategias de consumo.

 

 

         A esto se añadiría una lógica perversa en el consumo sexual, que implica un aumento de lo escabroso de la obscenidad a medida que el contenido estandarizado deje de resultar excitante. Esto es lo que nos indica en principio el sentido común: cuanto más porno se ve, más complejo se vuelve el mecanismo de excitación y más fuertes deben ser las escenas que se muestra. Pero, en realidad, esta lógica del crescendo o de la tolerancia a la droga del porno no es tan obvia. Es cierto que en un inicio cualquier persona necesita indagar en su propio imaginario erótico hasta dar con aquellas fantasías que le estimulan, lo que puede llevarle a ciertas manifestaciones transgresoras o perversas. Sin embargo, una vez se explicitan éstas, el espectador suele aferrarse a las mismas sin necesitar ir mucho más allá. El proceso es el inverso, porque no es necesario indagar mucho para poder encontrar cualquier parafilia imaginable, sino que es ofrecida por el propio productor incitando al consumo. Es decir, igual que el camello nos tienta con un tóxico de mayor efecto, los portales de pornografía nos ofrecen un catálogo desconcertantemente rico de posibilidades eróticas. El consumidor, de nuevo, se siente provocado, empujado a una actividad cuyo consentimiento es dudoso. Desde el momento en el que se ofrece esa imagen doblemente transgresora, por su irrupción en un momento no prioritariamente sexual y por contener una obscenidad cada vez más descarnada, perturbadora y violenta, al consumidor se le coloca a la misma altura moral del producto que se le ofrece. Una vez creada esa complicidad estética y ética, el espectador pulsa y despliega la imagen consciente de que se entrega a un placer perverso, pero legitimado por la agresividad de la incitación de la que es en cierto modo víctima.

 

 

          Con todo ello, el pornógrafo logra desinhibir al espectador alcanzando un estatus superior de transvaloración en el que todo está permitido. Quien se encuentra en dicha situación acaba sintiéndose partícipe, pues comparte el acto de transgresión, se ha dejado tentar y ha caído. A partir de ese momento ya no hay salida posible, el consumidor es también culpable. Sin embargo, como todo, esta sensación de haber cometido una falta es superada muy pronto a partir de la banalización de la imagen pornográfica. El porno es un bucle infinito. No hay más que pensar en los 173 años que se necesitarían para ver todos los vídeos del portal Pornhub. Evidentemente, el niño de 12 años que accede por primera vez a un vídeo en que se muestra la penetración de una mujer por parte de cinco hombres se sentirá más perturbado que excitado. Pero en el momento en el que esta situación de exposición al porno se repite cíclicamente, incluida dentro de la dinámica de excitación-frustración, al chaval le acaba importando poco la perversión que convierte en excitante la ficción que contempla. De hecho, ni siquiera le parecerá relevante que sea una ficción, lo que acabará generando unas expectativas bastante alejadas de la realidad erótica a la que deberá enfrentarse después.

 

 

          De ahí que, precisamente, la sociedad actual sea perversa. Pues, a través de la dinámica de la pornografía como industria del entretenimiento, el niño, como el adulto, acaban por considerar legítimo todo aquello relacionado con la satisfacción de su deseo personal. Además, es perversa porque niega que la perversidad esté presente en ese comportamiento y lo extiende dándole visos de normalidad. El resultado es la certeza social según la cual la humanidad al completo debería consumir porno de manera cotidiana. Porque nos masturbamos por debajo de nuestras posibilidades. Y por eso celebramos el porno para mujeres como la quintaesencia de la libertad erótica. Igual que se están realizando guías de cómo explicar el porno a los niños. Unos manuales en los que se debe incidir en asuntos como que las películas representan una ficción o fantasía (que no tiene por qué ser realizada) y en que los genitales tienen pelos[i]. Resulta estrambótico que antes de que una educación sexual y afectiva de calidad haya llegado a las familias y a las escuelas, se desarrolle, con urgencia, una explicación sobre la pornografía. Pero, en el fondo, lo entendemos perfectamente, porque igual que a las niñas se les tiene que enseñar prácticas de protección ante el acoso y las violaciones, a los niños y niñas hay que prepararlos para el contenido fundamental al que van a tener acceso en internet.

 

 

          A esto se añade que la perversión se asienta en la cotidianidad de millones de personas de diferente sexo y edad cuando acceden a una pornografía basada en perversiones o en rituales de humillación y violación sostenidos a partir de una ética cínica: el espectador es consciente de que el producto que consume no es apropiado, pero al estar al alcance de la mano y ser tan deseable, el usuario se siente en el legítimo derecho de consumirlo. La justificación básica y sencilla es que todos lo hacen. El espectador ya no debe resistirse, sino que debe consentir para integrarse en la normalidad erótica de su época. De ahí que se le presione constantemente con estímulos visuales y promesas de goce.

 

 

           Llegados a esta aporía catastrofista, parece que la única solución sería sostener una crítica moralizante de la pornografía que llevase a algún tipo de control, censura o de simple abolición para salvar a la humanidad de sus lúbricas garras. En este caso podríamos vincularlo con la crítica a la prostitución que focaliza la prohibición o penalización de la misma a partir de la crítica al patriarcado, la explotación sexual, las prácticas de dominio y humillación de la mujer o la trata de blanca. Pero, compartiendo gran parte de esta crítica y siendo absolutamente conscientes de la situación de criminalidad en que se produce en gran parte de las imágenes porno, considero que debe añadirse otra opción.

 

 

            En este caso, lo primero que debe tenerse en cuenta es la ficticia separación entre erotismo y pornografía. Los seres humanos seguirán necesitando explorar su imaginario erótico a través de ficciones explícitas y obscenas sean más o menos refinadas, en libro o en vídeo. Ni siquiera el contenido fantasioso de gran parte del porno se aleja de los parámetros de excitación erótica, aunque es cierto que se han dejado al margen determinadas características que añaden esa dimensión excesiva que tuvieron gran parte de las manifestaciones del erotismo más transgresor. Se trataría de retomar ese plus de sentido con un contexto o una trama en la que aparezcan señales del secreto, el misterio, lo oculto, lo maléfico, lo efímero, la seducción o el imaginario presente en el erotismo. Ir más allá del hiperrealismo de esa obscenidad descarnada para ofrecer una indagación libre, en la que, como es obvio, todos los participantes lo hagan de manera consciente y gustosa. Claro que para conseguir este ideal sería imprescindible una desvinculación del sexo y la economía, pues el éxito del porno es su inmensa rentabilidad económica. Y no hay nada más utópico en este momento que pensar en una sexualidad anticapitalista. En todo caso, el erotismo sigue ahí, su atracción está intacta y seguirá cristalizando en objetos excitantes y perturbadores al margen de la reapropiación y comercialización que de ellos haga el capitalismo.

 



[1] BAUDRILLARD, JEAN (2011), De la seducción. Madrid: Cátedra, p. 46.

[2] BAUDRILLARD, JEAN (2011), De la seducción. Madrid: Cátedra, p. 34.

[3] BAUDRILLARD, JEAN (2000), Las estrategias fatales. Barcelona: Anagrama, p. 41.

[4] PRECIADO, PAUL B. (2015), Testo yonki. Madrid: Espasa, p. 177.

 

 

01/12/2017