Quiero reducir mi cuerpo a una vibración en el ciberespacio

          Es evidente la angustia que produce el cuerpo. En los últimos tiempos, el ser humano se ha obsesionado con conseguir de su carne un fiel reflejo del alma, ya fuera a través de la dieta, del ejercicio o de la estética. Sin embargo, el cuerpo continúa siendo indomable. No sólo consigue desconcertar por sus constantes necesidades o enfermedades, sino que permanece como recuerdo de nuestra animalidad. Tratamos de trascender esa carnalidad a través de un sometimiento que lleva en ocasiones a la pura exasperación sensitiva. Pero para desgracia de muchos, no somos dueños de un cuerpo, como si éste fuera una carcasa vacía, sino que somos pura carne con ínfulas trascendentes. Mientras tanto, se le intenta arrastrar de un lado a otro y se le coloca la pantalla delante de los ojos para conseguir que permanezca postrado (como se hace todos los días con los niños). La ilusión es la de controlar sus desmanes y satisfacer sus apetitos, pero pronto queda claro que cualquier esfuerzo es insuficiente. En la búsqueda de la ataraxia a través de la exacerbación de los sentidos lo único que se evidencia es el cuerpo como pura insurrección.

 

 

           De esta forma, un número creciente de seres humanos se obsesiona con su somaticidad y consagra gran parte de sus esfuerzos en agotar y someter su carne de la manera más extrema. Nuestra piel, nuestros músculos y nuestros órganos se han convertido en materia prima para la transgresión, sea a través de la violencia o del erotismo. De ahí la sucesión de pseudorituales sadomasoquistas con los tatuajes, los piercings, las escarificaciones, la anorexia, las parafilias sexuales o las maratones. Un minucioso catálogo de aberraciones físicas, de dolor autoinfligido, que hubiera hecho las delicias del más exquisito perverso hace unas pocas décadas. Eso sí, todo ello revestido de la más absoluta normalidad, no hay cortapisas moralizantes ante las desviaciones carnales. Se puede ser una respetable vecina y madre de familia y por las noches entregarse a los vicios ocultos. Cualquier cosa vale, mientras se mantenga dentro de los límites y no trate de extenderse en la vida pública.

 

 

            Pero no todas las personas están dispuestas a correr el riesgo en sus propias carnes. La mayor parte se limita a sentarse frente el ordenador para degustar los esfuerzos ajenos y despertar así las emociones que se encuentran entumecidas por el desuso. Las emociones, como intermediarias entre nuestra mente y nuestro cuerpo, son espoleadas de manera constante a través de las pantallas. Ya sea la tristeza, el odio o la vergüenza, la red reproduce mensajes de texto e imágenes que son emociones puras, para transmitirlas sin intermediarios. Los internautas se colocan con ellas. Las buscan desesperados, cada vez más extremas. Cuanto más tiempo pasan consumiendo esta pornografía emocional, más fuerte ha de ser el mensaje que consuman. Siempre anhelando una experiencia que sea parecida a aquella sensación de plenitud, a esa satisfacción que produjo la primera vez. Esa primera vez en la que se expresó un odio puro en un foro o un chat, hiriente como un escupitajo en la cara de quien nos repugna. La primera vez que se sintió una excitación directa y nítida ante una imagen pornográfica. La primera vez que se topó con el frío horror al ver la imagen de un cuerpo desmembrado en un accidente de tráfico.

 

 

             Como el yonki, el internauta cree que controla, cree que el tiempo que dedica a la excitación de sus apetitos emocionales, de sus sentimientos más bajos, es tiempo en el que se manifiesta su libertad. Piensa que toda la basura que come y caga en las redes son la quintaesencia de su ser más oculto y auténtico. Y alimenta ese egocentrismo malsano a modo de catarsis que le permita seguir con su vida de mierda.

 

 

             Le gustaría permanecer en ese éxtasis: el tiempo parado, el cuerpo quieto, sólo sus dedos crispados se mueven cliqueando en la pantalla. No siente hambre, ni frio, ni cansancio. Su mente navega, alza el vuelo y va de una pantalla a otra sin límites. Nada le toca, pues su piel ya no es un límite. Tampoco puede herirle nadie, porque sólo existe él ante un universo en el que todo se encuentra a un clic. Los demás no son más que imágenes superpuestas, ocasiones para el juego y la excitación, rápidamente desechables.

 

 

            Pero esto es sólo un anhelo fantasioso, porque el cuerpo sigue ahí, irreductible. Y todo ese arrobamiento sublime se desbarata cuando la excitación de los sentidos empuja a la satisfacción más física y concreta. De repente el apetito se vuelve acuciante. Se busca un deleite inmediato. La estimulación se impone sobre la voluntad y la consumación se convierte en una urgencia pulsional. Encontramos entonces un nuevo alimento narcisista, con la masturbación y el goce. Ambos se esgrimen como justificación del consumo de cualquier clase de pornografía. Trofeo inapelable, manifestación de la libertad del deseo, el orgasmo onanista puede ser desencadenado por lo que el usuario considere más apropiado o inapropiado. Y la libertad en el consumo de la obscenidad más aberrante se defiende como la supuesta manifestación de la soberanía del deseo sobre las convenciones

 

 

           Tras el alivio momentáneo del sexo, se repiten las rutinas de desprecio y uso del cuerpo. Inmediatamente, se toma distancia de la sucia caída en los apetitos carnales y se consagra la actividad mental a un nuevo crescendo de excitación. Intentando cada día que el juego se prolongue un poco más, que sea más complejo, más perverso. El sibaritismo pornográfico se extiende, mientras el erotismo se reduce a una excitación visual onanista. La única carne que importa es la que se muestra de manera obscena, inalcanzable y, a la vez, despreciable. Mientras, se anhela la experimentación de una pasión mental distante y nítida, más allá de ese cuerpo postrado en el sofá.

 

22/11/2017