La inteligencia

"El aparato se presenta abiertamente y sin vergüenza con la pretensión de ser el sujeto de la demanda, con la exigencia de que se le ha de ofrecer lo que necesite y, por tanto, de que el hombre (puesto que, tal como es, no representa una oferta aceptable para el aparato) se esfuerce en presentar ofertas cada vez mejores, o sea, en ofrecer lo que el aparato necesita para funcionar como podría funcionar."

 

Günther Anders,

La obsolescencia del hombre, vol. 1

   La ingeniería industrial se afanó durante décadas en el diseño de máquinas que fueran tan autosuficientes como para no necesitar de mano de obra humana. Se trataba de confeccionar lo que habitualmente se denomina como máquinas "a prueba de idiotas". Desde este punto de vista, el ser humano sería el origen de todo error o accidente. Es más, aquello que el ser humano aporta en el trabajo fabril es siempre negativo: pereza, lentitud, falta de atención o, incluso, mala intención. Y bajo este presupuesto se sigue organizando la producción en las fábricas actuales. Cuanta menos intervención humana se dé en el proceso, más seguro y eficaz será, más producción y mayor competitividad. Ante los sofisticados robots que desempeñan el trabajo en la mayor parte de la industria actual, las personas se dedican a apretar botones, revisar la producción y avisar al ingeniero de turno si algo falla. Los trabajadores no saben hacer nada más y serían incapaces de realizar la más mínima tarea de elaboración del producto. Además al desaparecer el trabajador especializado, la producción queda en mano de máquinas y personas absolutamente reemplazables, algo que resulta muy conveniente en la contratación, control y despido de trabajadores.

   Inevitablemente, este proceso ha ido generando cierta frustración y resentimiento, no ante las máquinas, claro está, admiradas por su eficiencia y desapasionamiento, sino contra la incapacidad humana para hacerse un hueco entre ellas. Ya señaló Gúnther Anders en su día la obsolescencia que se cernía sobre el ser humano y la vergüenza que nos acobardaría ante la numinosa aparición maquínica. Las personas que hoy no tienen trabajo (producto de la mecanización y deslocalización de empresas) o aquellas cuya labor se ha vuelto alienante y estúpida sienten de manera patente su inutilidad social. Se han vuelto prescindibles en la medida en que nadie necesita ni su pericia, ni su saber, ni su esfuerzo.

   Si nadie necesita ya saber hacer nada, si podemos sobrevivir con unos cuantos ingenieros que controlen la producción de alimentos y bienes, ¿qué papel juegan los saberes? Evidentemente ninguno. No hay nada más tonto que aprender, a no ser que se haga como entretenimiento, como quien hace el pan a mano habiendo panaderías. Por eso los ordenadores o los teléfonos móviles, la tecnología que nos rodea, no puede ser así ni por asomo. La tecnología que consumimos masivamente no está "hecha para idiotas", sino justo lo contrario. Su uso es cada día más sofisticado, requiere conocimientos específicos, horas de preparación, muchos ensayos y esfuerzos para dominar sus tretas. De tal forma que su uso constante es completamente agotador. Con la omnipresencia tecnológica se logra cumplir una enorme función social, por un lado, nos cansa y, por el otro, nos libra de nosotros mismos. No solo nos entretiene, sino que nos reclama, nos exige, nos estresa y así, por fin, nos sentimos útiles.

   Mientras tanto, creemos que somos libres, cuando estamos sometidos a la explotación de la máquina que nunca se cansa, parpadeando continuamente, dando señales de voces distantes, como un bebé que llora a medianoche y al que no puedes hacer oídos sordos. Ahí está otra vez pidiendo "aprieta el botón”, “mírame”, “ponme en marcha", “no desperdicies mis infinitas posibilidades”. Es la moderna esclavitud que nos coloca delante de una pantalla y nos impulsa a presionar el botón para que se actualice constantemente y ver cuántos amigos nuevos tenemos, qué les ha sucedido, qué están pensando. Cual moderna epifanía, pulsamos de nuevo en busca del falso acontecimiento, de la excusa autorreferencial, que nos permita escribir el enésimo mensaje de atención.

   Hubo un tiempo en el que lo humano era símbolo de resistencia a la máquina, ahora el ser humano se rinde y doblega, obedece paciente y ruega para que jamás le sea arrebatada de sus manos, para que no le abandone la pequeña descarga de placer al ver llegar el mensaje de buenos días de alguien a quien jamás ha tocado.