La existencia

“El hombre sólo percibe del mundo aquello que ya está en él, pero necesita del mundo para darse cuenta de lo que en sí mismo tiene. Bien es verdad que para ellos son necesarios la actividad y el sufrimiento.”

Hugo von Hofmannsthal,

Aforismos

A partir de los años '50, numerosos pensadores han considerado que la mediatización del mundo ejercida por los medios de comunicación de masas y el fin del trabajo manual derivado de la mecanización de todas las labores, acabarían por hacer tambalear la capacidad de la conciencia humana para distinguir lo real de lo virtual. De esta forma, se generalizaría un modo de estar en el mundo falso o especular, pero mucho más cómodo e indoloro. El resultado sería un nuevo animal inteligente, liberado de lo real, preparado para manejar lo existente de forma tan liviana como si de hojas secas se tratara. Una vez perdido el peso de lo real, las personas vagarían entre los escombros y las ruinas de lo que fue el mundo. Esta distopía se ha ido materializando en cada ser humano recluido entre cuatro paredes y conectado a la red. La casa se ha convertido en un búnker individual donde reina el narcisismo. Tan solo se tiene necesidad de la pantalla con la que despedirse de lo real y sumergirse en su imagen fascinante.

     Actualmente el panorama es desolador, la transformación de la percepción, la memoria o los sentimientos está convirtiendo a las personas en seres anómalos e indefensos ante lo Real. Seres sin mundo, analfabetos ante lo existente, que ni saben ver lo que les rodea, ni comprenden a sus semejantes. Se han olvidado de cómo ver el mundo, cómo tocarlo, cómo disfrutarlo o cómo sufrirlo. La filosofía en muchas ocasiones ha alertado sobre los distintos intentos de las ideologías, las religiones, la ciencia o la tecnología para amortiguar nuestra forma de estar en el mundo. En este sentido, la filosofía no ha tratado nunca de ser una mera cura, sino, justo lo contrario, un interrogante, una herida. Sin embargo, hoy la preocupación por el cuidado del alma, por la salud mental, no es más que un adormecimiento del dolor que causa la existencia, del miedo a las propias pasiones, del vértigo que supone el estar vivo y tener que hacerse cargo de uno mismo. Ante el miedo a ser, los psicólogos nos instan a disfrutar de los pequeños momentos, a pensar más en nosotros mismos y menos en lo que nos rodea, a querernos tal y como somos y no aspirar a metas imposibles que puedan frustrarnos. Se trata de amar las cosas tal y como se nos dan, sin preguntar, sin pensar, anulando el pulso de la existencia a través de su imagen distorsionada.

      El mundo, lo Real, sigue ahí, impertérrito. De hecho, seguirá ahí con o sin nosotros. El ser humano es quien ha perdido la capacidad para soportar su peso, para hacerse un mundo con las cosas y entre las personas. Las personas se han hecho vagas y fofas, cualquier pequeño rasguño de lo real, cualquier complicación o frustración hace emerger las lágrimas y súplicas. Ya no se quiere saber nada del esfuerzo que implica tener que habérselas con el mundo. Y como reverso de ese miedo a ser, las personas también se alejan del placer de este mundo, renunciando al cuerpo propio y al ajeno, a la poesía y a la belleza, al temblor y a lo sublime. Ya no hay lugar para la mística o la erótica, tan solo el onanismo sexual estimulado por imágenes obscenas. Es el final de la imaginación que solo unos pocos ejercerán, pero justo lo suficiente para crear mundos paralelos, fantasías que serán consumidas en silencio y dócilmente desde nuestras casas.

      Cualquier apelación a esa conciencia de la existencia resulta extravagante o cómica. Nadie entendería la sublevación de Nietzsche ante que aquellos que se habían atrevido a convertir el mundo verdadero en una fábula, por haberle arrebatado la posibilidad de alcanzar la verdad. A nadie le importa la verdad. Ya no se sabe nada, casi no se siente, el mundo se evapora, el ser humano se deja ir, sus horas y días se escurren entre los dedos, mientras están enganchados, amodorrados por la pornografía emocional de las redes sociales y las noticias espectaculares. Tampoco hay tristeza, pues eso que se ha perdido hería las manos, frustraba los sueños, creaba esperanzas equívocas, nos hacía soñar y enfadar cuando todo se nos venía abajo. Ya no hace falta soñar, tenemos infinidad de mundos espléndidos en los que disfrutar y padecer, todo a gusto del consumidor y durante el tiempo que este desee. Después, si la cosa no anda bien, nos tomamos una pastilla y a dormir, sin sueños ni pesadillas, solo descansar para afrontar un nuevo día en la montaña rusa de pseudo-sensaciones en que se ha convertido la vida cotidiana sin mundo.