La piel como territorio en disputa: de tatuajes y capitalismo.

 

          Parece ser que la marca de comida rápida Domino's pizza ha tenido que cancelar una campaña de promoción en Rusia debido al éxito rotundo de la misma. Ésta consistía en ofrecer 100 pizzas durante 100 años a las primeras 350 personas que se tatuaran su logotipo en un sitio visible. La avalancha de fotografías con dichos tatuajes habría saturado en un par de días el Instagram de la empresa hasta obligarles a dar marcha atrás con la promoción. Eso sí, aunque esta información ha aparecido en varios medios de comunicación “respetables”, preferimos ser escépticos sobre la veracidad de la noticia. De hecho, con sólo mirar las fotografías que la acompañan se puede comprobar que muchos de los tatuajes son burdos montajes y que el origen de las imágenes también es dudoso. Sin embargo, la imposibilidad de saber si la noticia es verdadera añade un enriquecedor matiz desconcertante y turbio. Lo cierto es que nuestra sociedad ha llegado a considerar que este tipo de situaciones sólo son posibles en Rusia, donde se habría pasado, sin transición alguna, de la alienación y deshumanización comunista a la cosificación capitalista. El estereotipo de Rusia parecer justificar cualquier juicio despreciativo por parte de la masa: los rusos serían pobres, desequilibrados, camorristas, alcohólicos, … En conclusión, resulta fácil creer que cientos de rusos cedieron su piel a la empresa norteamericana de comida basura, a pesar del desagrado inmediato que la noticia provoca.

         

          ¿A qué se debe esa repugnancia que se despierta en el lector? En la actualidad tenemos una relación ambivalente con el cuerpo. El platonismo más pueril ha triunfado y se considera la carne como algo vacío. El ser humano aspira a ser un alma bella proyectada entre los datos. En consecuencia el cuerpo es sometido a los dictados de la voluntad para conseguir que se convierta en un verdadero espejo del alma. La carne es experimentada como material obsoleto, recuerdo de la animalidad originaria, señal de fragilidad ante las necesidades, la enfermedad o el envejecimiento. Se ha convertido en un territorio abandonado o perdido, hábitat estéril y claustrofóbico. La vivencia de la encarnación se ha transformado en una fuente de angustia. De este modo, apropiarse del cuerpo consiste en desplegar unas prácticas de control constante con dietas, ejercicio, medicamentos, vigilancia y eliminación de los apetitos.

 

          En el mejor de los casos, el ser humano aspira a depurar su uso como instrumento sensorial con el que acceder al mundo (real y virtual). Y en esta ocasión, el cuerpo es entendido como una proyección al exterior, un canal por el que introducir en la mente la infinita información disponible en la nube. Pero, como bien sabemos, las personas se enfrentan en internet a una cantidad de datos tan desmesurada, que intentar asimilarla sólo sirve para evidenciar la indigencia de las capacidades cognitivas. En el momento en el que la pantalla mediatizó la relación con el mundo, los sentidos exteroceptivos, esos nervios que conectan la superficie del cuerpo con el cerebro, pasaron a jugar un papel ínfimo en la ecuación del conocimiento. El tacto ha acabado por ser despreciado, a pesar de que la piel actúa como herramienta perceptiva primaria a la hora de experimentar la materialidad del propio ser. El tacto se ha vuelto repulsivo debido a que expone el cuerpo al mundo. Y el ser humano rehuye de esa caricia del mundo porque le hace sentir inerme.

 

          En realidad, no le aterroriza tanto que ese tocar la piel se transforme de repente en un pellizco o un golpe que hieran el cuerpo. Lo que verdaderamente le angustia es la caricia que excita los nervios. Ese contacto que es capaz de conmover, de hacer sentirse desde el interior de la carne, que retuerce las tripas y desposee de la voluntad con el vértigo del goce. De ahí que podamos decir que, la carne está sufriendo un proceso de deserotización en favor de la imagen del cuerpo. La sensualidad que implica el contacto de la piel resulta excesiva en una sociedad en la que se extiende la profilaxis. Hoy, el deseo se fundamenta en una excitación puramente visual, lo cual implica un trabajo previo al tacto que permita un goce rápido y efectivo. Desde la mirada propia y ajena, el cuerpo es objeto de examen, valoración y escrutinio. A la carne se le da vueltas, se la ve desde todos los ángulos, se la mide, se la pesa, se la expone, pero se evita tocarla.

 

          Desposeídos del cuerpo, la piel se vuelve una fría superficie que nadie acaricia. A pesar de esto, a las personas no les queda más remedio que cuidar de ella, como de cualquier otra parte del cuerpo, y por eso la piel se lava, se perfuma, se depila y se maquilla. Después, en el espejo, se contempla el resultado de tanto esfuerzo. Pero la imagen que se obtiene no suele ser satisfactoria, de tal modo que la industria farmacéutica y estética renuevan constantemente la gama de productos con los que se alcanzará la gloria de una piel joven y tersa.

 

          En contraste a este proceso de abandono, los tatuajes se presentan culturalmente como una forma de resistencia, como un intento de resignificar el cuerpo. Igual que sucedía en las prisiones, donde el tatuaje era un elemento fundamental para mantener a raya la angustia del encarcelamiento. El humano, que hoy se siente encerrado en su cuerpo, trata de apropiarse de aquello que le encadena a la materialidad y lo hace marcando su piel. La paradoja resulta obvia, pues, con el tatuaje se castiga ritualmente al cuerpo para conseguir que éste sea reflejo del sí mismo, es decir, que se integre como parte fundamental de la identidad. A partir de la llegada al gran público, al multiplicarse las imágenes de los futbolistas y famosos mostrando sus tatuajes, su uso se ha generalizado hasta conseguir que se considere un elemento de embellecimiento corporal. Sin embargo, hace sólo unas décadas y dentro de la cárcel, donde reina el sistema de vigilancia y control más absoluto, los rituales de dolor y marcado corporal eran una herramienta fundamental a la hora de abrir una grieta por la que entrara algo de la libertad y la identidad perdidas. Además, con esos tatuajes se expiaban los errores cometidos, se recordaba la vida anterior al encierro, los momentos significativos o las personas que esperaban fuera. Hoy, los jóvenes emulan ese momento de control emocional cuando se sientan en la higiénica silla del tatuador. Sueñan con experimentar la propia piel como territorio, utilizando símbolos con los que sustentar una identidad que aspira a ser constante.

 

          Las marcas, dibujos, escarificaciones, agujeros o implantes se van superponiendo en el cuerpo como páginas de un libro. La piel relata una vida que se vuelve significativa al pasarla por el tamiz del dolor. En este sentido hay que ser claros, porque no se recurre al sufrimiento del marcaje corporal para dejar constancia en la piel de un hecho significativo, sino a la inversa: es el dolor que se ha sido capaz de soportar e, incluso, la fealdad del resultado los que convierten la marca en algo significativo. La banalidad de la vida posmoderna es lo que tiene. Los jóvenes se aburren de esperar la llegada de esos momentos trascendentales en los que sustentar su identidad (los descubrimientos, las crisis, los traumas, los amores arrebatadores) y se ven obligados a invocar la realidad a través de las marcas de la piel: el barrio donde uno se crió se convierte en seña de identidad cuando se inmortaliza en la piel y a una madre se la quiere más si llevamos estampada su cara en el brazo. Se considera que de esta forma el cuerpo adquiere sentido y suma valor.

 

        A partir de aquí, podemos lamentarnos de la banalidad de muchos de los símbolos escogidos, de la fragilidad de una identidad sustentada en la superficie corporal o del triste narcisismo que evidencia. Pero, a pesar de todo eso, la finalidad de reapropiación de la carne continua subyaciendo en cada ejercicio de modificación corporal. Igual que en cada adolescente que se realiza un corte en el cuerpo el domingo por la tarde, aunque después suba la imagen a las redes sociales. El pequeño dolor autoproducido le permite sentirse de manera concreta, con él intenta dotar de sentido a esa materia muerta, liberarse de la angustia de una existencia vacía y estúpida. Por eso, de lo que no puede dudarse es de la pureza de la exaltación a la que se accede rápidamente con la experiencia de la alteración corporal. Los pasos que conducen a cualquier persona a marcarse de manera indeleble se establecen como un nuevo tipo de sacralidad en la que se conmemora el misterio de la carne: elegir el símbolo, preparar la piel, soportar el dolor, exhibirlo en público, ... Desde el inicio, la excitación recorren la piel y los órganos de quien decide entregar la carne a las agujas, el bisturí o el hierro ardiente. Nadie puede ignorar el pequeño gesto perverso, el erotismo de la agresión al cuerpo y el riesgo directo que entraña.

 

          Yendo más allá de este uso socialmente aceptado están los autodenominados “primitivos modernos”, los nuevos faquires, que se enfrentan a los límites del cuerpo con sus hazañas de transformación corporal. Ellos explican que buscan la curación mental, la expansión emocional, la paz espiritual. Y por eso son capaces de atravesarse la piel con ganchos y suspenderse en el espacio, soportando todo el dolor que supone el peso de cargar con un cuerpo. Con ello se conseguiría purgar la carne y elevar el alma, emulando el éxtasis que los ejercicios espirituales religiosos permitían en el pasado. Esto último es algo a lo que sorprendentemente no se refieren los “primitivos modernos”, remitiéndose a las culturas indias o precolombinas como influencias directas. A pesar de ser un elemento bastante arraigado en nuestra cultura de mártires y santos, el catolicismo ha preferido mantener la penitencia física en al ámbito de la intimidad, como los nazarenos que ocultan el rostro mientras se flagelan, o de lo privado, en los monasterios y los conventos donde las rutinas podían incluir el castigo para el control del pecado. Exhibir después las marcas resultantes hubiese sido un pecado de soberbia o, peor aún, una obscenidad.

 

          Pero no se deben olvidar todas estas ascesis del catolicismo, que permitían insertar el cuerpo en la experiencia religiosa, limpiándolo de apetitos y debilidades. Liberar la carne mediante el control del miedo y el sufrimiento es una forma de acercarla a lo eterno y no, sencillamente, de sentirse más cómodo en ella. Aunque, fuera del círculo de iniciados y faquires, esa aspiración ascética es vivida con una superficialidad pueril aquellos individuos que se realizan tatuajes de manera masiva. En consecuencia, el símbolo pierde fuerza, pues se olvida el rito por el que se ha obtenido. De ahí que hoy sea verosímil encontrar tatuajes de personajes de la televisión o de marcas comerciales, por lo que no sorprendería que alguien luciera el logotipo de una marca de pizzas.

 

          El mercado hace tiempo que colonizó los cuerpos a través de los ritmos, de la satisfacción de las necesidades, de la excitación de las pasiones, etc. Ante esta evidencia que se experimenta desde el interior de cada ser humano, la noticia de la cadena de comida rápida es sólo un eslabón más. Las personas ya son perchas que publicitan los productos con los que se visten o adornan, ahora la piel es un espacio comercial más disputable por las empresas. Lo que resulta perturbador de este nuevo paso es la vulneración de la intimidad del cuerpo. Parecería que la piel deja de ser una mera superficie cuando se inserta en ella la publicidad. Pues se introduce de manera perpetua e irreparable, invade groseramente hasta prostituir el cuerpo. Es decir, no sólo lo usa, sino que se apropia de él. La angustia surge junto a la certeza de que la intimidad del cuerpo, que se experimenta en el contacto con nuestra superficie, se abandona a merced de cualquiera. Hay una transgresión originaria y brutal en ceder de esa manera tan directa la piel. El propio Domino's marcaba las zonas del cuerpo en las que el tatuaje se podía realizar: los brazos, las piernas y la cara.

 

          Y, a pesar de resultar insostenible éticamente, nos parece verosímil que propongan la cara como un lugar apto para llevar la publicidad. Resulta tan humillante como banal, como en el caso del joven polaco que vivía en la calle en Benidorm y que este verano se prestó a tatuarse en la frente el nombre de un turista inglés a cambio de 100 euros. Con ese gesto aberrante se denigraba y hacía de su rostro algo despreciable. La grotesca marca en la cara, despertaba un rechazo atávico, pues su rostro se convertía en algo ajeno, propiedad de otro. Imposibilitaba la experiencia del infinito del rostro.

         

            A pesar de la progresiva  pérdida de la vivencia del cuerpo como hábitat, aún hay señales de nostalgia. Por eso, tanto el caso del joven sin hogar como el de la marca de pizzas despiertan inmediatamente la inquietud. Porque, seamos conscientes o no, nos retrotraen a experiencias históricas como las de la esclavitud y los campos de concentración. Lugares donde el tatuaje y las cicatrices constituyeron un momento imprescindible en el proceso de cosificación y deshumanización. A través de ellos, el cuerpo quedaba marcado perpetuamente con el fin de someter la voluntad del esclavo y legitimar cualquier uso imaginable. Ahora su carne quedaba a la altura de la cosa y el amo sólo tenía que alargar la mano para disponer de ella. Del mismo modo, el salvado del campo de exterminio cargaba con esa marca indeleble. Ella le recordaba todos los días el tiempo en el que fue reducido a carne viva esperando a entrar en el matadero.

 

          Para el ser humano actual, resulta urgente poner en marcha un proceso de erotización del cuerpo. Adquirir la conciencia de la materialidad del yo no debería fundamentarse en rituales dolorosos como los de modificación corporal, sino en experiencias placenteras como las de entregarse a las caricias del mundo. Dotar de sentido a la materia humana a través de la sensualidad está, precisamente, al alcance de la mano de cualquier persona. El comienzo de esta experiencia puede ser sumamente sencillo, sólo hay que conseguir que las yemas de los dedos se demoren en la superficie, despertando los nervios que van de la piel a los órganos. Por eso, ha llegado la hora de cerrar los ojos y abandonarse al tacto.

 

 María Santana Fernández

Sevilla, 28 de septiembre de 2018