PANDEMIA

          Su llegada fue sigilosa. Vino escondido en el interior de los viajeros que se convirtieron en cuerpos tóxicos sin sospecharlo. Diseminaban una nueva enfermedad que marcaría la pauta de las siguientes catástrofes. El imprevisto avance del covid-19 desveló la fragilidad del estado de bienestar dejando en evidencia siglos de ideología del progreso. La ciencia, la medicina, las estrategias de cuidado, los fármacos, la profilaxis, la esperanza de vida, etc., se vinieron abajo ante una ciudadanía en estado de pánico. Mientras tanto, las herramientas cibernéticas de vigilancia y control mostraron su completa eficacia para doblegar la voluntad de la humanidad. El policía ya estaba dentro de cada persona.

          La industria del entretenimiento y la dinámica de mediatización a través de las pantallas han conseguido que la sensación de irrealidad sea constante. Asistimos al fin del mundo con el paquete de palomitas y el teléfono móvil en la mano. El miedo que se alimenta desde los medios de comunicación como estrategia de gestión del comportamiento no termina de asimilarse. Por ello, los gobiernos aún necesitan de las restricciones de libertad y las medidas restrictivas. El ser humano deambula aturdido y confuso como consecuencia del ruido que le rodea. Es imposible distinguir realidad de simulacro o alcanzar una explicación con autoridad suficiente para ser creída. Este estado de desconcierto no es deliberado, porque el espanto que sube en oleadas desde las entreñas está muy cerca del pánico y si la población llega a esa situación su comportamiento será muy difícil de controlar.

          Desgraciadamente, hay que ir preparándose. Ya nos azota esa crisis económica que estaba lista para reventar justo antes de la pandemia. Y estamos inmersos en una emergencia climática.