El Black Friday como simulacro de gasto.

 

          Por muy estúpido que se haya vuelto el ser humano, podemos dar por sentado que la mayor parte es capaz de  identificar el Black Friday como una estrategia de marketing preparada durante semanas. Desde los medios se ha insistido de manera machacona en que el comprador debía aprovechar la oportunidad que se le ofrecía, pero que tenía que estar alerta para no ser víctima del fraude ni de la compra compulsiva. Era el momento de realizar un consumo sensato, planificado, rebuscando en las ofertas de las grandes superficies e internet. Con esta última edición, podemos confirmar que se ha establecido un nuevo ritual social que se normalizará en un par de años como paso previo a la orgía de gasto de la Navidad. Es evidente que se ha convertido en un acto de legitimación más para un consumo innecesario de objetos que satisfacen pseudonecesidades, un momento de compra narcisista disfrazado de ganga. Y al igual que en otras muchas facetas del capitalismo, cualquier crítica que se realice a este reciente rito parece superflua y no hace la más mínima muesca en la maquinaria del consumo. En definitiva, podríamos ahorrarnos el esfuerzo de pensar en ello y tragarnos sin más la repulsión que pueda despertar.

 

 

          Pero, precisamente a finales del melancólico mes de noviembre, justo antes de las grotescas fiestas navideñas, resulta desconcertante ver el centro de las ciudades lleno de personas con la mirada ilusionada y las manos llenas de bolsas como si estuvieran invitados a un festín suculento. Porque además se trata de la compra de lo “inútil”, de todo aquello que está destinado a los regalos, como son la ropa o la tecnología, y fundamentalmente para uno mismo. Se compra a plazos, a crédito y se derrocha lo que no se tiene, pero, como nos recuerdan los grandes almacenes, es porque “nos lo merecemos”. Poco importa que en breve tengamos que deshacernos de esa mercancía porque sea víctima de la obsolescencia programada o de las modas. Al fin y al cabo es sólo un fin de semana, tampoco pasa nada si se hace una pequeña locura en el gasto.

 

 

          El ambiente en las calles era lúdico, mientras las masas enfebrecidas transitaban de una tienda a otra. Y si el ser humano se siente así en el Black Friday no es simplemente porque los medios le hayan convencido, sino porque comprar, gastar, estrenar y tirar son momentos del ciclo económico que resultan placenteros. Hacerlo porque sí, sin tener que justificarse ante una necesidad perentoria o una utilidad concreta le añade un plus de goce. El Black Friday funciona a partir de la provocación, de la tentación y del comportamiento compulsivo. El consumidor se mueve embriagado por la salivación ante los objetos de consumo que desea adquirir y la certeza de la imposibilidad del gasto (por lo mísera de la mayor parte de las economías domésticas). El reto era liberarse de las ataduras pragmáticas y dar el salto hacia el despilfarro. De ahí que la sonrisa del comprador se convirtiese en mueca histérica al notar la sensación de engaño que surge en el mismo momento del pago.

 

 

          Hay cierta lubricidad unida a esa noción del gasto en la medida en que se convierte en un acto de transgresión a la ideología burguesa del ahorro. Esta pulsión dilapidadora se encuentra íntimamente unida al concepto de potlatch, aunque ha sido tergiversada y utilizada por el capitalismo para su máximo beneficio. El ofrecimiento y el don habían sido herramientas de estabilidad social en muchas culturas, por su capacidad para establecer vínculos de reciprocidad y deshacer algunas desigualdades económicas. A la vez el potlatch se convertía en un desafío al propio sentido común que lleva a mantener cierta previsión económica, lo que provocaba una ebriedad que podía llevar a la completa destrucción de la riqueza. En este sentido, dilapidar la fortuna en el juego o destruir los propios bienes constituyen una forma de enfrentarse a los terrores más profundos, de abismarse en la posibilidad de quedar pendido de un hilo, al borde de la desaparición social. Quien se deja alcanzar por esa pulsión sabe que una fortuna ganada en una partida debe ponerse en juego en la siguiente. Correr el riesgo de perderlo todo es una forma de exorcizar el miedo a la muerte.

 

 

          Algo de todo esto está camuflado en esa pulsión que lleva a comprar irreflexivamente. Como sucede en el erotismo o el juego, ese apetito se utiliza para permitir que la lógica capitalista se mantenga intacta. Pero, en realidad, nadie corre ya el riesgo, pues la reciprocidad del potlatch está ausente y el gasto del Viernes negro no es más que un simulacro. El ejemplo perfecto de esa doble moral es el de los futbolistas que presumen de sus coches de lujo, pero tienen una cuenta en Suiza donde ahorran avaramente su millones. Por eso, para que a nadie se le vaya el gasto de las manos, la previsión burguesa y el comedimiento vuelven a estar vigentes desde el lunes y hasta el rito de las Navidades. Al fin y al cabo, el capitalismo, como todas las iglesias, prepara la liturgia que canaliza los apetitos humanos y los castigos a quienes trasgredan la norma. Para consuelo de los consumidores, solo nos queda un mes para abandonarnos a otro simulacro que sublime el frenesí del gasto suntuario.

 

26/11/2017